Relato: El país de las riquezas.


Existió una vez un país precioso, que estaba lleno de ríos, mares, océanos, flores de todo tipo y color, animales de todas las especies, que poblaban la tierra, el aire y mar. Un país con mucha hierba, y altos montes, con frutos sabrosos que podían hacer la boca agua al hombre más exquisito. Un país con piedras de todos los tamaños, que podían excavarse, recogerse como adorno, o simplemente contemplarla.

Un país de ensueño, donde cada día, sus habitantes, con solo salir y abrir sus ojos en la mañana, podían ser enormemente felices.

Pero en todo país de ensueño, siempre hay alguien avaricioso, que no sabe respetar lo que los demás desean. Este hombre, era el rey del lugar, y un día, no conformándose con la felicidad que tenía, decidió buscar más allá.

Tengo campos, tengo ríos, hay animales de todas las especies, también altos montes, mares y océanos, pero todo eso me lo da la tierra, pensaba para sí. Yo quiero más, quiero algo que no puedo tener, quiero casas y más casas, quiero coches lujosos, quiero tener armarios repletos de ropa, tanta, que seguramente nunca llegue a ponérmela toda. Y para tener todo eso, necesito algo más que lo que me da la tierra. Necesito dinero.

Se propuso buscar esa fortuna, pero no la encontró el ningún lugar, visitó mil países, con sus colores variados, pobres y ricos en tierras, busco por todas partes, pero no obtuvo ese dinero que tanto buscaba.

El último país que visitó, estaba lleno de oro, las casas eran de oro, los jardines de oro, la gente vestía con trajes de oro, de las fuentes salía oro, los ríos eran de oro, las montañas eran oro… Todo era así, y el rey pensó que ya había encontrado lo que tanto buscaba, así que fue a ver al rey de aquel país, que contento por deshacerse de todas esas cosas le dijo, que le compraría todo lo que tenía su tierra.

El rey, vendió sus ríos repletos de peces, donde los habitantes de sus tierras pescaban y se bañaban, salpicaban y se divertían.

Vendió también los mares, por donde sus barcos surcaban dejando esas estelas, que los delfines seguían.

Y con el mar, vendió los océanos, tan grandes, tan hermosos, con sus profundidades, llenas de secretos por descubrir, de maravillosos corales, de plantas marítimas… Lo vendió todo.

Vendió todas sus flores, las que daban color a sus campos, a las ventanas de los vecinos de la zona, también las de las macetas, y las que nacían y brotaban de los árboles.

Vendió los animales de todas las especies, ya estuvieran en la tierra, en el mar o en el aire, vendió sus rugidos, y sus graznidos, también los sonidos que tan temprano les despertaban por la mañana provocando una sonrisa en los labios de quien los oía.

Vendió la hierba fresca, sobre la que se podía pasear descalzo en las tardes de verano, la hierba que algunos animales comían y la que poblaba sus montes.

Y vendió también los altos montes, con sus cumbres nevadas, con sus piedras de gran tamaño, sus cuevas, sus lagunas y lagos.

Vendió los frutos sabrosos, los que hacían que la gente cerrara los ojos al probarlos, los que soltaban zumo en sus bocas, los que manchaban las manos con su color.

Y lleno en su lugar todo de oro, flores de oro que relucían con el sol, montañas de oro, sobre las que a penas se podía caminar, lagos de oro, donde no podían bañarse, océanos y mares de oro, donde los barcos no podían navegar…

Lo vendió todo, y todo era de oro, pero había algo que no le pertenecía, que nunca podría cambiar, y era el color del cielo, ese cielo azul oscuro al anochecer, y que adquiría sus tonos morados en la mañana, un cielo repleto de nubes que cubrían a veces el sol, y un cielo lleno de estrellas que adornaban la noche.

Tampoco podía vender el sol, pues tampoco le pertenecía, con su calor y su luz, su fuerza y vitalidad, y si no podía vender el sol, tampoco podía hacerlo con la luna, tan blanca, tan redonda a veces, tan brillante y misteriosa.

Pero el rey estaba contento, todo lo que él vería durante el día, serían riquezas, y también durante la noche, soñaría con oro.

Los habitantes de su aldea, sin embargo no estaban tan contentos, y un día hablaron con la luna, que recogió sus lamentos y llantos, sus desdichas.

La luna dio paso al sol, y habló con él durante el amanecer, llenado el cielo de colores anaranjados, le explicó lo que ocurría. El sol, que había estado escondido entre las nubes, salió ese día y brillo con fuerza, sus rayos chocaban contra el oro que hacía que todo el mundo brillara de un color muy hermoso.

Los habitantes de la tierra empezaron a esconderse del sol, no podían salir a la calle, porque el resplandor del oro, les hacía daño en los ojos, quemaba su piel, y se sentían enormemente desdichados.

El sol, que siempre reía al ver pasear a la gente por la calle, y sentir que calentaba sus pieles frías de la noche, se sintió triste, al ver, que nadie salía a visitarle ni contemplarle cuando él estaba en el cielo. Al revés, todo el mundo se escondía. Así que se puso triste.

Y con toda su tristeza, el sol grito a sus amigas las nubes que aparecieran para consolarle, y le cubrieron entre su algodón, le cobijaron en su suavidad, y le escondieron de todo mal. Pero el sol lloraba tanto, que las nubes no pudieron contener sus lágrimas, y el agua comenzó a caer sobre la tierra.

Llovió tanto, que las montañas de oro empezaron a desaparecer, también los ríos, y las piedras de oro, las flores de oro también se marcharon… Y con la lluvia, comenzaron a crearse nuevos mares y océanos, llenos de agua. Los animales volvieron a habitar la tierra, y el agua se lleno de peces, y la tierra de animales, que ya tenían de nuevo, alimentos. En el cielo aparecieron las aves, que se resguardaban de la tormenta bajo las ramas de los árboles.

Los habitantes de la tierra comenzaron a salir de sus casas, querían saber que ocurría, y al ver que había llegado la lluvia comenzaron a gritar contentos, el sol, oyó que los habitantes habían regresado y salió para recibirles.

Con su calor, secó sus ropas mojadas, e hizo brotar más plantas, los insectos, las mariposas, todo volvía a estar como antes.

A lo lejos, nació un arco iris, y los mares enterraron todo el oro y las piedras preciosas que habían estado en la tierra… El rey de aquel lugar, se marchó con ellas al fondo del mar.

Y los aldeanos comprendieron, que la naturaleza les da todo lo que necesitan, el oro, solo resplandor.

Comentarios

EldanYdalmaden ha dicho que…
Pedazo relato profe.
Tú Sí que vales.
Muas M.
Piruja ha dicho que…
Hola Tamara, me ha gustado muchísimo el relato, para que veas que la avaricia no tiene fin, como dice el relato quería tanto que ni siquiera lo iba a gastar pero el caso era tenerlo, las personas así de egoístas se creen que todo lo que tengan el día que les llegue la hora se lo van a llevar todo con ellos y que equivocados que están, como dice el refrán, la avaricia rompió el saco, al final como debía ser vuelve todo a ser como siempre, y como bien dices tu en la foto anterior si, perdemos eso lo perdemos todos, lo malo que llevamos ese camino, el de perderlo todo tal y como estamos tratando a la naturaleza y sin ser dueños de ella.

Un besote!!
Tamara ha dicho que…
Gracias Dany, ya sabes que puedes llevar el que te guste al blog de relatos... enganchada me tienes jejejeje. Un besazo.
Tamara ha dicho que…
Este es uno de los relatos que invento para los peques Piruja, a veces, hay que enseñarles las cosas así y trabajarlas para que reflexionen.

Pero al colgarlo en el otro blog solo, me di cuenta de que los mayores también se lo pierden jajajaja... Me alegro de que te guste, por supuesto, y más viniendo de ti, que elijes los mejores para tu blog.

Es una pena que no nos demos cuenta de las cosas que perdemos por bobos. Un besazo.

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