Isemay 41.2
Las leyendas del halcón negro ya decían que él era sanguinario,
pendenciero e infiel, durante años habían tenido lástima por su esposa, la que
había sido separada de su hogar, ahora las habladurías continuaban. Él no se
acercaba a su esposa porque ya tenía a alguien con quien compartir sus noches,
se comentaba incluso que el rey le entregaría tierras para que pudiera formar
una nueva familia, la culpa, como siempre de ella, que rehuía sus
responsabilidades, pero que más daba, eso ya había dejado de importarla hace
mucho tiempo.
Sin darse cuenta, sentada sobre la orilla de la fuente, había arrancado
unas cuantas flores que allí se encontraban arrugándolas en su puño, estaba
furiosa, enfadada con la situación y con el recuerdo de aquellos años en que
fueron felices, sabía que no podía perdonarle, pero también sabía que estaba
flaqueando ante la decisión que había optado, no podía pretender que su hijo
jamás volviera a ver a su padre, ya que era su heredero, y tampoco podía
imaginarse separarse de Olaft y huir, como habría hecho de no tenerle.
Estaba cansada, muy cansada, de no dormir por las noches, de despertar
con el único recuerdo de su promesa ante ella, de que estarían juntos y de que
la amaba. Ella también le quería, no iba a seguir negándoselo a sí misma, ¿Cómo
no amarle cuando había sido creada para ello? Le había amado desde siempre,
desde pequeña, la primera vez que lo vio, la primera vez que la ayudó, que la
protegió, él tan grande, tan mayor, tan valiente caballero, ella tan inocente,
tan niña, tan ingenua y dulce antes sus encantos.
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